Las ventas de los pueblos sólo abrían sus puertas en la memoria de los muertos.
Las fuentes ya no lloraban. Su tristeza se había convertido en indiferencia, y ya se sabe de antemano, que hay sentimientos que son de secano, implacables.
Las plazas se compadecían de los desdichados balones, ahora, huérfanos de niños.
Tan sólo una cosa seguía intacta: las campanas de la iglesia continuaban doblando cada día.
No habían bajas en el censo que anunciar. El pueblo, simplemente, se miraba en un espejo.
Nos habían informado del número de calorías que se gastaban cuando hacíamos eso de sentir.
Y también lo que costaría tener labios más llenos de química, que de verdades.
Contaminados en una orgía de ondas, decidieron marcar el paso a las nuevas degeneraciones.
Etiquetaban todo. Catalogaban hasta al mismísimo silencio.
Entonces, se hizo balance y los doctores sentenciaron:
- Fallo en el sistema -
Ilusos.
Contar las lágrimas del alma, fue misión imposible.
Aprendí a recorrer las veredas y a caminar por los atajos hoy casi desaparecidos.
Aprendí a ser impasible con las personas que se han secado por su propio pie, pero a compadecerme de las ramas muertas de los árboles.
Aprendí a no aceptar falsas banderas que poco a poco habían engullido las creencias de mis ancestros.
Aprendí a volar con el pensamiento para que un futuro fuesen mis pies los que sintieran envidia de mi imaginación.
Para no traicionarme, le hice un par de promesas a mi espejo.
Para no olvidarlo, escribí.